Bienvenidos a la cultura de la cancelación, el mayor riesgo al que se ha enfrentado la reputación de personas y empresas en décadas.
ARTÍCULO PATROCINADO POR HALLON, INTELIGENCIA DE MEDIOS
Por Carlos Molina, Director general de Incógnito / 22 de septiembre de 2022
Imagina una de estas situaciones. En la primera, un empresario que lleva años luchando para sacar adelante su proyecto comete un día el desliz de responder el correo de un candidato a un puesto de trabajo con una frase irónica, fruto del cansancio y de un momento desafortunado. El destinatario, ofendido, hace público el email en redes sociales. Miles de personas condenan el comportamiento del empresario y animan al resto, clientes incluidos, a borrarlo del mapa.
En la segunda situación, un streamer que apenas lleva un año alimentando su canal con vídeos basados en burlarse de la gente, acosarla y amenazarla, pasa a primer plano por dar con la horma de su zapato. Todo un país lo eleva como el mayor villano nacional y promueve su desaparición del panorama mediático.
Bienvenidos a la cultura de la cancelación, el mayor riesgo al que se ha enfrentado la reputación de personas y empresas en décadas.
Los anteriores no son dos ejemplos ficticios. Son situaciones reales que cada vez son más frecuentes. No siempre sus protagonistas están a la misma altura moral. En un caso, es posible que el incidente sea una excepción, mientras en el segundo, lo excepcional sería que se disculpara. La vileza es un rasgo humano, pero no loable y, ante ello, no cabe menos que poner distancia. Sin embargo, el fenómeno de la cancelación muestra elementos singulares que nos llevan a cuestionar la manera en que hemos cuidado de la imagen corporativa hasta ahora. ¿Cuáles son algunos de esos rasgos?
- La cancelación no es un juicio, sino una sentencia: no se plantea la posibilidad de la argumentación, sino que da por sentado que la postura del grupo es indiscutible. No hay opción para aclarar o rectificar.
- La moralidad o inmoralidad de nuestros actos se estima en función del volumen de comentarios en un determinado sentido. Frente a los argumentos, pesa el número de mensajes emitidos.
- La cancelación actúa desde nuestro yo presente (lo que hemos dicho o hecho y que genera la reacción) hacia nuestro yo futuro (impedir que esa persona pueda volver a tener visibilidad alguna, del tipo que sea) juzgando nuestro yo pasado (lo que alguna vez dijimos en otro contexto, cobra un sentido distinto de acuerdo a los valores actuales).
- La cancelación remueve no solo nuestra necesidad de buscar opiniones coincidentes, sino, sobre todo, nuestro deseo de ver refrendadas nuestras opiniones. Nos gusta que nos digan lo acertados que hemos estado.
- Todo lo anterior impulsa a los perfiles sociales que buscan crecer en seguidores alimentando el fuego de la polémica o bien ensalzando la opinión de alguien a quien ya se aprueba o bien mediante lo contrario: atacar a alguien con escasa visibilidad y capacidad argumental para ponerlo en la picota y buscar que la comunidad lo remate.
El resultado no siempre es la condena de personas o de empresas que tienen un comportamiento reprobable continuado. Cada vez más, vemos cómo personas influyentes, como le sucedió meses atrás al cómico Ángel Martín o a las responsables del podcast “Estirando el Chicle”, Carolina Iglesias y Victoria Martín, un contenido puntual, una frase al aislada o una mala gestión de una polémica genera una ola de odio donde el debate solo acepta posiciones polarizadas: si no estás con nosotros, estás contra nosotros.
El riesgo de la cancelación, que es el de la posibilidad de no recuperar tu prestigio y asumir en su lugar nuevas etiquetas, es la mecha para desincentivar la generación de contenido. Si hasta el uso de una expresión, incluso incorrecta, puede desatar el odio de quienes te ensalzaban apenas horas atrás, corremos el riesgo de tender a adoptar posturas de prudencia extrema para minimizar daños.
Sin la capacidad de debate, anulamos la posibilidad de la redención, de manera que una marca o un influencer no puedan rehacer el camino y recuperar la confianza de sus públicos. La reputación, que no está en manos de quien la tiene, sino que es consecuencia de la opinión de los demás en función de nuestro comportamiento, se convierte en un carné por puntos en el que nos quedamos a cero sin opción de recuperación, porque la memoria digital no se borra nunca. Todo lo que podemos tener de virtuosos desaparece, con el matiz de que las redes sociales, además, fomentan el juicio de opiniones, pero poco el de hechos. Suele criticarse lo que otros dicen que alguien dijo, pero pocos se molestan en comprobar si fue así.
Desde el mundo de la comunicación corporativa, debemos aprender cómo se desarrollan estas situaciones, cómo se expanden las críticas y qué es lo que enciende la mecha en un momento determinado. A partir de ese conocimiento, hemos de establecer planes de gestión reputacional que planteen acciones de detección temprana y rápida implementación. Pero, sobre todo, necesitamos invitar a un cambio cultural que no esté guiado por la cultura del aplauso y de la fama cimentada en la crítica, sino que dé el beneficio de la duda a quien nunca hasta entonces había merecido perderla (cosa que no pasa con los que siempre han sido despreciables).
Recordemos que alguien acorralado solo tiene un punto por el que salir, y este suele ser aquel donde está quien le cierra la puerta. Por eso, la cancelación a menudo deriva en reacciones más reprobables que las que iniciaron el conflicto.