En los últimos años la desconfianza hacia los medios de comunicación no ha parado de crecer, según diversos estudios. Las causas son variadas, pero una de ellas apunta a la excesiva injerencia de los anunciantes en el trabajo de los periodistas.
Por Redacción, 2 de junio de 2020
A la prensa se la ha catalogado durante mucho tiempo con expresiones como el ‘cuarto poder’ o el ‘perro guardián de la Democracia’, debido a la labor que ha ejercido en muchas ocasiones como contrapeso de los excesos de otros poderes políticos y económicos. Hoy esta percepción ha cambiado, y mucho, por diferentes motivos. Y nos centramos en un dato, dentro de los diversos estudios que apuntan en la misma dirección: solo un tercio de la población confía en los medios online y en torno a un 40%, en los convencionales y en los audiovisuales, según el Informe Ipsos Global Advisor.
Una de las causas que explican al deterioro paulatino de la credibilidad de muchos medios es la falta de independencia que les atribuyen los ciudadanos. Basta recordar la estructura de propiedad que durante los años de la Transición, y las décadas de los 80 y primeros 90, tenían los grandes medios periodísticos, y compararlos con la actualidad. En aquella época la prensa estaba controlada por empresarios periodísticos que tenían unos orígenes como editores, por lo que creían en el producto y que, aunque cada uno con sus intereses y sus sesgos políticos, sabían que la clave de su supervivencia y crecimiento radicaba en mantener su independencia, dentro de lo que fuera posible. En este perfil encajan a la perfección los Luca de Tena, Juan Tomás de Salas, Antonio Asensio o Jesús Polanco, entre otros.
Luego vino la carrera por el crecimiento y la diversificación con inversiones en radios, televisiones y negocios diversos, que llevaron a los medios de prensa a una deuda desbordada. Las ampliaciones de capital dio entrada en sus accionariados a empresas ajenas al negocio periodístico, a fondos de inversión y a bancos. La estructura de propiedad dio un vuelco de 360º. Lo importante ya no era el periodismo sino los negocios, muchos de ellos en estrecha relación con la toma de decisiones políticas. La independencia, poca o mucha, que existía en el origen pasó a ser sustituida por una fuerte dependencia de los intereses de esos nuevos accionistas y de los anunciantes. El periodismo se puso en venta y había poderes interesados en comprarlo.
Con este marco general, y con todas las excepciones que queramos aparece el fenómeno de Los Acuerdos. Aunque injerencias y presiones de los anunciantes hacia los directores de medios o los propios periodistas ha habido siempre, lo cierto es que en los últimos años se han generalizado tanto que se entienden como algo normal, cuando lo cierto es que se trata de una anomalía que afecta a la independencia de los medios y la objetividad del trabajo periodístico. Y en esas estamos: con la credibilidad en mínimos.
La denuncia de David Jiménez
Pocos son los profesionales que se han atrevido a denunciar los efectos perniciosos que tienen Los Acuerdos. Probablemente el caso más sonado haya sido el del ex director de El Mundo, David Jiménez, que en su libro El Director cuenta, entre otras muchas cosas, cómo él vivió las presiones que suponían Los Acuerdos sobre su trabajo y el del resto de la Redacción.
Esta es la definición que da el propio Jiménez: «Los Acuerdos, como se conocían los pactos negociados con las grandes empresas al margen de las cifras de audiencia o el impacto publicitario, habían salvado a la prensa durante la Gran Recesión. Era un sistema de favores por el que, a cambio de recibir más dinero del que les correspondía, los diarios ofrecían coberturas amables, lavados de imagen de presidentes de grandes empresas y olvidos a la hora de recoger noticias negativas».
Y pone un ejemplo sufrido en primera persona: «No necesitaba que nadie me explicara la letra pequeña de Los Acuerdos porque había vivido sus ataduras incluso desde la lejanía de la corresponsalía en Asia, después del derrumbe de una fábrica textil en Bangladesh en la que murieron más de un millar de personas. Mientras preparaba mi viaje a Dhaka hice algunas llamadas y supe a través de un contacto que El Corte Inglés era una de las empresas que producía ropa en el Rana Plaza, el edificio del siniestro. Envié mi crónica a última hora de la noche y por la mañana me encontré un mail de Internacional que empezaba diciendo: «Sé que te vas a cabrear…».
«Jota había ordenado que todas las referencias a El Corte Inglés, uno de los mayores anunciantes de la prensa del país, que había mantenido su inversión incluso en los peores años de crisis, fueran eliminadas del artículo. No entendía que el buen nombre de una empresa estuviera por encima de la información de una tragedia que había costado la vida a toda aquella gente».
Intercambio de favores
Según el ex director de el Mundo, «el intercambio de favores entre prensa y empresas estaba tan enraizado, desde hacía tanto tiempo, que no hacía falta descolgar el teléfono para que los directivos se cobraran su parte: en las redacciones se había interiorizado que empresas como Telefónica, el Banco Santander o el Corte Inglés eran intocables. Los Dircom del IBEX habían adquirido un gran poder sobre los medios, distribuyendo sus presupuestos en función de la influencia que atribuían a cada uno y castigando a los díscolos. A veces, ni siquiera el director conocía los detalles detrás de Los Acuerdos».
Y narra un caso curioso: «Una tarde recibí la visita de un ejecutivo de La Segunda pidiéndome que retiráramos una noticia negativa sobre Mercadona, la mayor empresa de distribución del país. Cuando pregunté por qué le preocupaba tanto una noticia de una corporación que ni siquiera nos ponía dinero, me dijo: «Porque lo pone». No había visto nunca un anuncio de Mercadona en nuestras páginas y había leído informaciones donde se ensalzaba el éxito de la empresa «a pesar de no invertir nada en publicidad». No le hacía falta: la empresa pagaba a la prensa —incluidos pujantes digitales nativos que se declaraban pulcros—, importantes sumas de dinero en «patrocinios» con los que lograba coberturas amables y protección ante las molestias del periodismo».
Jiménez narra también un episodio en el que acompaña a Antonio Fernández-Galiano, hasta hace poco presidente de Unidad Editorial (editora de El Mundo) a una cita con el presidente del BBVA Francisco González. Galiano «empezó a hablar de las dificultades que estaba viviendo la prensa y de lo complejo que estaba siendo para la empresa cerrar el presupuesto del año. Y, con toda la naturalidad de quien pide una segunda cucharada de azúcar para el café, dejó caer la posibilidad de que se inyectara una buena cantidad de dinero extra a Los Acuerdos que teníamos con el banco. González dijo que lo arreglaría, sin más. El banco, como otras empresas del IBEX, tenía un fondo dedicado a comprar favores periodísticos, ayudaba a crear diarios de periodistas afines y premiaba a los líderes mediáticos que ayudaban a mejorar la imagen de su presidente».
Estas son sólo algunas de las situaciones vividas por Jiménez durante su etapa como director de El Mundo, y que desvela con todo detalle en El Director, un libro en que cuenta habla también del denominado periodismo de trabuco, esto es, cuando algunos medios contactan con las empresas para solicitarles publicidad a cambio de no publicar informaciones que les perjudican. Pero esa es otra historia que tocaremos en un próximo artículo.
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